En una semana en Barranquilla tuvimos dos luminarias del pensamiento contemporáneo. Este hecho inusual lo pone a uno a soñar con estar realmente viviendo el tiempo dorado de una metrópolis.
Al inicio de la semana, el muy mediático filósofo francés Gilles Lipovetsky llenó el auditorio de posgrados de la Universidad Autónoma, deslumbrando a muchos con su dramática teoría de la hipermodernidad.
Más adelante, al final de la semana, un humilde y no menos carismático filósofo español, José María Ripalda, deleitó a unos cuantos en el pequeño salón de proyecciones de la Universidad del Norte, viendo el juego entre el idealismo alemán y nuestra era tecnológica.
Los filósofos que estudiaron en las universidades no vivieron esta época, que como dice Ripalda, va a la velocidad de la luz. Todo va demasiado rápido. Según Lipovetsky, el mundo se ha hecho cada vez más pequeño y el tiempo corre cada vez más rápido.
Para Ripalda, en el pensamiento Hegeliano se sembraron las semillas y las cenizas de la barbarie alemana que marcan el siglo XX con sus consecuencias para este XXI que estamos viviendo.
Esta es una vida de hiperconsumo. Y la universidad debe dar las herramientas para entender nuestro mundo. En la universidad deben encontrarse tanto la cultura popular como la alta cultura, para poder vivir en medio de la rapidez que no nos da descanso para pensar.
Los fracasos de las utopías de la historia pueden hacernos reír hoy en día, pero han traído demasiados muertos. Ambos filósofos entienden esto. Pero a mí me hizo reír la idea de la hipermodernidad barranquillera ante la utopía de este progreso acelerado que estamos padeciendo los que no tragamos entero.
Una amiga que llegó tarde a una de las conferencias sudaba acelerada cuando la vi entrar. Feliz de haber conseguido escuchar la conferencia, aunque tarde, me comentaba sus tropiezos para siquiera empezar por ser moderna (ni qué hablar de posmoderna) en Barranquilla:
Para que su madre, ya mayor, pudiese obtener una cita con la EPS, tenía que atravesar solo diez cuadras por la calle 82. La cita no se puede hacer por internet, es decir no a la velocidad de la luz. No se podía hacer por teléfono, es decir, no a la velocidad del sonido.
Había que ir personalmente a la clínica entre la 49C y la 82 esquina, hacer una fila a la velocidad del morrocoyo y agarrar un teléfono único y especial para esas citas. Había que esperar que una serie de adultos mayores terminaran de hacer la suya y además pillarse que nadie podía colgar. A la velocidad de la proximidad entre personas que se ayudan entre sí, el siguiente le decía al que estaba a la línea, ¡no vaya a colgar!
Si ese cordón umbilical, a la velocidad intrauterina, se cortaba, ya nadie respondería del otro lado de la línea. La cultura caribeña había encontrado una forma de procurarse una cita médica, ante los ridículos e irrespetuosos métodos de dilatación que se inventan las hipermodernas compañías intermediarias de la salud.
Mi amiga alucinó escuchando a Lipovetsky en la Uniautónoma y más adelante en la semana no pudo llegar a la conferencia de Ripalda, porque no hubo forma de atravesar la corta distancia que la debía de llevar a la Uninorte.